Esbozar una respuesta al ejercicio narrativo de Enrique Lihn no puede ser sino un reto, pues salvo contadas reseñas el autor en su siempre valorada mirada autocrítica ha sido el más exigente de sus observadores. Leer sus cuentos con lupa, palabra a palabra, a la manera de un entomólogo, más allá de ser una dicha, significa reconocer a un maestro del idioma, del género y a un verdadero artista. Su capacidad imaginativa y discursiva se unen al son de un solo compás vital y meditativo en la propia sospecha ante el mensaje elaborado.
Enrique Lihn es un narrador que duda sobre su propio relato, que se da el tiempo y el espacio para ironizar sus propios modos y la función referencial del lenguaje, pero que en su continuidad define una voz única de contradicciones y de silencios entrecortados en el reconocimiento con los personajes. Y este ensayo no pretende sino dar ciertas salvedades sobre su cuentística a partir de una de sus obras mayores e injustamente postergada: “Agua de Arroz”.
Para acotar en pocas palabras la descripción de la situación que envuelve al relato, podríamos decir que es la historia de un hombre que visita a su hija de meses tras el divorcio con su mujer. Situación que cada vez se nos hace más común en nuestra época, pero que Lihn desarrolla magistralmente a través de distintos tópicos y metáforas a la hora de tratar escenas que son a todas luces fundamentales tanto para el relato como para cualquier ser humano que las haya experimentado.
Desde las primeras líneas del cuento el narrador nos pone en una situación especial, acelerada, activa. Un hombre sube las escaleras hasta llegar a la puerta indicada en un borrador que sostiene en sus manos; la descripción de la escena en estos primeros párrafos es digna de una novela policial y el mismo narrador nos lo dice ironizando esta cercanía primera con el género por excelencia de tratamiento de “personaje”: “La abrió por último como si fuera la suya una visita policial: allanamiento. Se sentía su propio detective privado en plena actividad vergonzante”. Este hombre que desde las primeras líneas parece estar a destiempo[2] y fuera de lugar[3] con el pasar de las líneas se nos presenta como un poeta, o peor aún, como un bohemio que en ese domingo único antepone todo problema pasado con su mujer para encontrarse con una criatura que apenas lo reconoce. Pero en el momento de su llegada (las 11:30 de la mañana) decide, sin dar pie atrás, usar las llaves de ese antiguo cuarto de concentración de problemas maritales, al paralelo que del otro lado, como si una ciudad semejante se desdoblace en idéntico ejercicio, su ex mujer lo espera para darle las indicaciones necesarias al cuidado del bebé. Situación en la que ambos personajes parecen evadirse en monosílabos abruptos o pronombres personales que nada dicen de ellos mismos, pero que el narrador instrumentaliza para ironizar sin pudor alguno las trabas de comunicación de dos sujetos distanciados o la insuficiencia misma del lenguaje[4].
Lo cierto es que el relato se divide en dos binomios centrales, primero el encuentro mínimo y apagado del infortunado matrimonio, y segundo el reconocimiento y la incertidumbre del padre ante su hijo. De la primera relación establecida, en un acto de maestría literaria Lihn establece una contraposición interesante entre esos dos seres abandonados a su propia suerte en aquella situación de nada. La llegada al departamento de ella ya significa una ruptura entre ambos, pues en un simple número de metal, fijo y definido sobre la puerta se pone en paralelo la soltura, la liviandad y la precariedad del número que el hombre trae en sus manos, hecho que no es para nada irrelevante al describirnos los personajes psicológicamente a partir de ciertos signos de su cotidianidad, es decir, a partir de ciertos objetos o señas que perviven con ellos. Por ejemplo el que ella le haya dejado un escrito con las instrucciones rigurosamente diseñadas, con letra imprenta, espaciando líneas y subrayando una o más veces ciertos puntos y que él por su lado –ya en la segunda parte del relato- en un instante de pura intimidad saque a corregir “uno de esos poemas suyos que nacían muertos, en los que todas las palabras, trabajosamente ensartadas en un hilo de araña, se desprendían por fin, unas de otras, para mostrarse en su miserable abundancia”. Ironización también del hecho de que él sea un creador y que en su angustia no fuera capaz de compatibilizar el nacimiento de un bebé con su labor creadora, y que sea la mujer, en su dedicación absoluta, la que posea en un mínimo apunte el orden que él desea tanto para su vida como para su obra. Personajes ambos de de un viejo folletín y puestos ya en su merecida libertad, la valorización que hace el narrador de la palabra escrita no finaliza en la mera comparación de “usos” que cada uno da a aquel acto, sino que se complementa en el hecho de que ante la ineficacia del lenguaje oral la escritura haya sido determinante en la vida de esta pareja, al ser notas aisladas las que pusieran el punto final a su historia de desagravios[5].
Sin embargo en este duro re-encuentro de domingo por la mañana las palabras y las frases parecen ir y venir como flechas dirigidas a las más profundas heridas que ha dejado la agotada relación; el que ella acentúe antes de salir corriendo -como “si se hubiera declarado un incendio o temblara”- para decididamente “ofenderlo con franqueza” diciéndole “hay vino, una botella en la cocina. Y un poco de pisco si usted quiere”, más allá de la referencia al alcoholismo del protagonista, es y el mismo narrador lo remarca “la asiduidad de un amigo a la casa”; la constatación de que ella recrea su vida con otra persona y que él sea remplazado en su soledad propia.
Una última contraposición entre ambos que he detectado es el hecho del orden monástico que ella mantiene en su departamento[6], que difiere a cabalidad del “caos a su imagen y semejanza” que él despliega al momento de realizar cualquier acto, ya sea la búsqueda de los zapatitos de la niña o el hecho de prepararle el alimento y quebrar un plato que le grita en la cara “¡Estúpido!”. Bien dice Lihn en estas líneas: “A los hombres hay que conocerlos en la intimidad de sus debilidades”.
La relación entre ambos personajes nos recuerda sin lugar a dudas los últimos versos del poema “Recuerdos de Matrimonio” de “La pieza oscura”:
Se nos hacía tarde.
Se hacía tarde en todo.
Para siempre.
Que ambos se desenvuelvan en una densidad tal que pareciera que actuaran como si estuvieran incertos en un acuario y que el mismo narrador lo remarque al comienzo del cuento señalando a Norma como “su mujer” es de una dureza hiriente y catastrófica que se traduce en la utilización de ciertos modales o pronombre personales a la hora de interactuar o de dejar unas cuantas cosas claras antes de la despedida.
*
Dentro del relato se viven tres domingos dentro de uno que es temporal y nominal. Por un lado nuestro personaje, como todo bohemio, reconoce en el domingo un estado inmemorial, posterior a la resaca. Pero este domingo es único, es la superposición de un deber ante su irreconciliable estar en el mundo; es el día en que debe reconocer su creación luego de unos cuantos meses de dejación. A pesar del ofrecimiento de ella, él ya venía con ciertas cuotas cumplidas de alcohol y con un sueño de meses. Un cansancio ante la vida, con una dificultad incalculable para entender el mundo y captarlo.
Norma vive su domingo como la única posibilidad de alejarse de los deberes y de entregarse a la posibilidad de vida que le dan esas cuantas horas. Obviamente el espectáculo a su regreso no sería del todo agradable, con el bebé llorando y su ex esposo ebrio tirado sobre el piso, balbuciendo desmedidos desdenes a voces falsas, propinándole golpes al destino. Y el de la bebé era más bien un domingo eterno: “Como si las guaguas no vegetaran delicadamente en un perpetuo domingo innominado, inmemorial, irrecuperable”. Pero un domingo en donde una figura extranjera colmaba la ausencia de la costumbre; su creador asistía a un domingo para nunca jamás, donde este poeta iba perdiendo poco a poco el miedo ante la presencia de ese misterio que lo buscaba con la vista, en toda su debilidad, que le mordía el dedo y en el que ambos –en una versión libre del fresco de la Capilla Sixtina- se sentían hasta casi desconocerse. Aquel gigante que se asomaba ante su cuna, se zambullía en esa edad de pájaros, quizás en un intento por recuperar ese lenguaje primero, por intentar reconocer que al menos ella había heredado el hábito de la sorpresa. Y quizás en esas páginas, en ese juego definitivo entre ambos, girando a través de la habitación, deslumbramos, en ese domingo innominado, un asomo de esperanza –“Todavía era capaz de formular un verdadero deseo”-, la posibilidad de que su vida no fuera completamente en vano[7]…de ese hermoso reconocimiento en el que Lihn nos ha brindado unas líneas sencillamente notables:
“Con la niña en brazos recorría kilómetros en redondo. Y hasta cierto punto tenía la impresión de que no llegaban a ninguna parte, huyendo de quién sabe qué. O aventurándose en otro planeta, baldío. A su paso rondaban objetos familiares por el suelo, las cosas perdían algo de su utilidad y empezaban a servir de una vida propia, inservible, como la suya”.
Y entonces “Agua de Arroz, doscientos gramos”. Este caldo de arroz se le conoce por su propiedad como antidiarreico, al ser rico en fibra lo que facilita en tránsito intestinal. Para el cuento, yendo más allá de ser casi un requisito en un relato donde se mencione un bebé, es “el terreno firme de la realidad” para el personaje, el momento del deber, de escapar de su mundo imaginario predispuesto a la creación y al del juego que acababa de establecer con su hija. Asolando ese momento de pleno situamiento en la realidad, de lo rutinario y necesario[8], “la continua proximidad del abismo, nuestra única certidumbre” cerca esos contados minutos de una lógica invariable y funcional. A pesar que esa única certidumbre sea el humus de toda creación, de esa interiorización necesaria con las cosas en la búsqueda de una verdad del todo vergonzante, es simplemente un estado interrumpido entre la estridencia de la realidad, de la cancioncilla que murmuran los deberes del mundo moderno y de siempre. El creador se debate en esos estados de profunda ensoñación o de lúcida vigilia rodeados de ese absurdo cada vez más patente.
Enrique Lihn es un narrador que duda sobre su propio relato, que se da el tiempo y el espacio para ironizar sus propios modos y la función referencial del lenguaje, pero que en su continuidad define una voz única de contradicciones y de silencios entrecortados en el reconocimiento con los personajes. Y este ensayo no pretende sino dar ciertas salvedades sobre su cuentística a partir de una de sus obras mayores e injustamente postergada: “Agua de Arroz”.
Para acotar en pocas palabras la descripción de la situación que envuelve al relato, podríamos decir que es la historia de un hombre que visita a su hija de meses tras el divorcio con su mujer. Situación que cada vez se nos hace más común en nuestra época, pero que Lihn desarrolla magistralmente a través de distintos tópicos y metáforas a la hora de tratar escenas que son a todas luces fundamentales tanto para el relato como para cualquier ser humano que las haya experimentado.
Desde las primeras líneas del cuento el narrador nos pone en una situación especial, acelerada, activa. Un hombre sube las escaleras hasta llegar a la puerta indicada en un borrador que sostiene en sus manos; la descripción de la escena en estos primeros párrafos es digna de una novela policial y el mismo narrador nos lo dice ironizando esta cercanía primera con el género por excelencia de tratamiento de “personaje”: “La abrió por último como si fuera la suya una visita policial: allanamiento. Se sentía su propio detective privado en plena actividad vergonzante”. Este hombre que desde las primeras líneas parece estar a destiempo[2] y fuera de lugar[3] con el pasar de las líneas se nos presenta como un poeta, o peor aún, como un bohemio que en ese domingo único antepone todo problema pasado con su mujer para encontrarse con una criatura que apenas lo reconoce. Pero en el momento de su llegada (las 11:30 de la mañana) decide, sin dar pie atrás, usar las llaves de ese antiguo cuarto de concentración de problemas maritales, al paralelo que del otro lado, como si una ciudad semejante se desdoblace en idéntico ejercicio, su ex mujer lo espera para darle las indicaciones necesarias al cuidado del bebé. Situación en la que ambos personajes parecen evadirse en monosílabos abruptos o pronombres personales que nada dicen de ellos mismos, pero que el narrador instrumentaliza para ironizar sin pudor alguno las trabas de comunicación de dos sujetos distanciados o la insuficiencia misma del lenguaje[4].
Lo cierto es que el relato se divide en dos binomios centrales, primero el encuentro mínimo y apagado del infortunado matrimonio, y segundo el reconocimiento y la incertidumbre del padre ante su hijo. De la primera relación establecida, en un acto de maestría literaria Lihn establece una contraposición interesante entre esos dos seres abandonados a su propia suerte en aquella situación de nada. La llegada al departamento de ella ya significa una ruptura entre ambos, pues en un simple número de metal, fijo y definido sobre la puerta se pone en paralelo la soltura, la liviandad y la precariedad del número que el hombre trae en sus manos, hecho que no es para nada irrelevante al describirnos los personajes psicológicamente a partir de ciertos signos de su cotidianidad, es decir, a partir de ciertos objetos o señas que perviven con ellos. Por ejemplo el que ella le haya dejado un escrito con las instrucciones rigurosamente diseñadas, con letra imprenta, espaciando líneas y subrayando una o más veces ciertos puntos y que él por su lado –ya en la segunda parte del relato- en un instante de pura intimidad saque a corregir “uno de esos poemas suyos que nacían muertos, en los que todas las palabras, trabajosamente ensartadas en un hilo de araña, se desprendían por fin, unas de otras, para mostrarse en su miserable abundancia”. Ironización también del hecho de que él sea un creador y que en su angustia no fuera capaz de compatibilizar el nacimiento de un bebé con su labor creadora, y que sea la mujer, en su dedicación absoluta, la que posea en un mínimo apunte el orden que él desea tanto para su vida como para su obra. Personajes ambos de de un viejo folletín y puestos ya en su merecida libertad, la valorización que hace el narrador de la palabra escrita no finaliza en la mera comparación de “usos” que cada uno da a aquel acto, sino que se complementa en el hecho de que ante la ineficacia del lenguaje oral la escritura haya sido determinante en la vida de esta pareja, al ser notas aisladas las que pusieran el punto final a su historia de desagravios[5].
Sin embargo en este duro re-encuentro de domingo por la mañana las palabras y las frases parecen ir y venir como flechas dirigidas a las más profundas heridas que ha dejado la agotada relación; el que ella acentúe antes de salir corriendo -como “si se hubiera declarado un incendio o temblara”- para decididamente “ofenderlo con franqueza” diciéndole “hay vino, una botella en la cocina. Y un poco de pisco si usted quiere”, más allá de la referencia al alcoholismo del protagonista, es y el mismo narrador lo remarca “la asiduidad de un amigo a la casa”; la constatación de que ella recrea su vida con otra persona y que él sea remplazado en su soledad propia.
Una última contraposición entre ambos que he detectado es el hecho del orden monástico que ella mantiene en su departamento[6], que difiere a cabalidad del “caos a su imagen y semejanza” que él despliega al momento de realizar cualquier acto, ya sea la búsqueda de los zapatitos de la niña o el hecho de prepararle el alimento y quebrar un plato que le grita en la cara “¡Estúpido!”. Bien dice Lihn en estas líneas: “A los hombres hay que conocerlos en la intimidad de sus debilidades”.
La relación entre ambos personajes nos recuerda sin lugar a dudas los últimos versos del poema “Recuerdos de Matrimonio” de “La pieza oscura”:
Se nos hacía tarde.
Se hacía tarde en todo.
Para siempre.
Que ambos se desenvuelvan en una densidad tal que pareciera que actuaran como si estuvieran incertos en un acuario y que el mismo narrador lo remarque al comienzo del cuento señalando a Norma como “su mujer” es de una dureza hiriente y catastrófica que se traduce en la utilización de ciertos modales o pronombre personales a la hora de interactuar o de dejar unas cuantas cosas claras antes de la despedida.
*
Dentro del relato se viven tres domingos dentro de uno que es temporal y nominal. Por un lado nuestro personaje, como todo bohemio, reconoce en el domingo un estado inmemorial, posterior a la resaca. Pero este domingo es único, es la superposición de un deber ante su irreconciliable estar en el mundo; es el día en que debe reconocer su creación luego de unos cuantos meses de dejación. A pesar del ofrecimiento de ella, él ya venía con ciertas cuotas cumplidas de alcohol y con un sueño de meses. Un cansancio ante la vida, con una dificultad incalculable para entender el mundo y captarlo.
Norma vive su domingo como la única posibilidad de alejarse de los deberes y de entregarse a la posibilidad de vida que le dan esas cuantas horas. Obviamente el espectáculo a su regreso no sería del todo agradable, con el bebé llorando y su ex esposo ebrio tirado sobre el piso, balbuciendo desmedidos desdenes a voces falsas, propinándole golpes al destino. Y el de la bebé era más bien un domingo eterno: “Como si las guaguas no vegetaran delicadamente en un perpetuo domingo innominado, inmemorial, irrecuperable”. Pero un domingo en donde una figura extranjera colmaba la ausencia de la costumbre; su creador asistía a un domingo para nunca jamás, donde este poeta iba perdiendo poco a poco el miedo ante la presencia de ese misterio que lo buscaba con la vista, en toda su debilidad, que le mordía el dedo y en el que ambos –en una versión libre del fresco de la Capilla Sixtina- se sentían hasta casi desconocerse. Aquel gigante que se asomaba ante su cuna, se zambullía en esa edad de pájaros, quizás en un intento por recuperar ese lenguaje primero, por intentar reconocer que al menos ella había heredado el hábito de la sorpresa. Y quizás en esas páginas, en ese juego definitivo entre ambos, girando a través de la habitación, deslumbramos, en ese domingo innominado, un asomo de esperanza –“Todavía era capaz de formular un verdadero deseo”-, la posibilidad de que su vida no fuera completamente en vano[7]…de ese hermoso reconocimiento en el que Lihn nos ha brindado unas líneas sencillamente notables:
“Con la niña en brazos recorría kilómetros en redondo. Y hasta cierto punto tenía la impresión de que no llegaban a ninguna parte, huyendo de quién sabe qué. O aventurándose en otro planeta, baldío. A su paso rondaban objetos familiares por el suelo, las cosas perdían algo de su utilidad y empezaban a servir de una vida propia, inservible, como la suya”.
Y entonces “Agua de Arroz, doscientos gramos”. Este caldo de arroz se le conoce por su propiedad como antidiarreico, al ser rico en fibra lo que facilita en tránsito intestinal. Para el cuento, yendo más allá de ser casi un requisito en un relato donde se mencione un bebé, es “el terreno firme de la realidad” para el personaje, el momento del deber, de escapar de su mundo imaginario predispuesto a la creación y al del juego que acababa de establecer con su hija. Asolando ese momento de pleno situamiento en la realidad, de lo rutinario y necesario[8], “la continua proximidad del abismo, nuestra única certidumbre” cerca esos contados minutos de una lógica invariable y funcional. A pesar que esa única certidumbre sea el humus de toda creación, de esa interiorización necesaria con las cosas en la búsqueda de una verdad del todo vergonzante, es simplemente un estado interrumpido entre la estridencia de la realidad, de la cancioncilla que murmuran los deberes del mundo moderno y de siempre. El creador se debate en esos estados de profunda ensoñación o de lúcida vigilia rodeados de ese absurdo cada vez más patente.
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Quizás Lihn, como mencioné al principio de este ensayo, fue el que mejor definió la composición de su propia obra, en no más de un párrafo, en la certeza de que esas sutiles palabras no cayeran en descrédito e iluminaran de manera inteligente no sólo el relato mismo sino que su comprensión:
“El texto era de una oficiosidad tan exagerada que se lo habría podido leer entre líneas: un documento psicológico. Pero a él lo conmovía otra circunstancia: la tinta de un verde ingrato, ácido, recalcitrante, inagotable, que ella se obstinaba en usar”.
En una crítica del maestro Ricardo Latcham[9] se hace caso a esta alusión y a la complejidad estructural del tratamiento de los personajes nombrándolo como “un estudio psicológico de un fracaso matrimonial”, que de una manera muy proustiana, funciona a través de ese retroceso en el plano de la conciencia a través de la convivencia con ciertos objetos o palabras que aún perviven en la memoria. Un juego de reflejos descrito con una “oficiosidad exagerada”, pero que no sólo nos conmueve por la interpelación hacia ciertos gestos o recuerdos de cada uno de los personajes, sino que por el diálogo con detalles que nos conmueven por su cotidianidad[10], por la narración de un momento que no recordamos en nuestra infancia hasta que no llegamos a vivir la paternidad, por esa carencia humana que nos puede parecer ingrata, ácida, recalcitrante e inagotable como la tinta de un lápiz que se obstina en transcribir los menesteres que posiblemente señalen la senda de un día cualquiera.
Quizás Lihn, como mencioné al principio de este ensayo, fue el que mejor definió la composición de su propia obra, en no más de un párrafo, en la certeza de que esas sutiles palabras no cayeran en descrédito e iluminaran de manera inteligente no sólo el relato mismo sino que su comprensión:
“El texto era de una oficiosidad tan exagerada que se lo habría podido leer entre líneas: un documento psicológico. Pero a él lo conmovía otra circunstancia: la tinta de un verde ingrato, ácido, recalcitrante, inagotable, que ella se obstinaba en usar”.
En una crítica del maestro Ricardo Latcham[9] se hace caso a esta alusión y a la complejidad estructural del tratamiento de los personajes nombrándolo como “un estudio psicológico de un fracaso matrimonial”, que de una manera muy proustiana, funciona a través de ese retroceso en el plano de la conciencia a través de la convivencia con ciertos objetos o palabras que aún perviven en la memoria. Un juego de reflejos descrito con una “oficiosidad exagerada”, pero que no sólo nos conmueve por la interpelación hacia ciertos gestos o recuerdos de cada uno de los personajes, sino que por el diálogo con detalles que nos conmueven por su cotidianidad[10], por la narración de un momento que no recordamos en nuestra infancia hasta que no llegamos a vivir la paternidad, por esa carencia humana que nos puede parecer ingrata, ácida, recalcitrante e inagotable como la tinta de un lápiz que se obstina en transcribir los menesteres que posiblemente señalen la senda de un día cualquiera.
[1] Lihn, Enrique. Agua de Arroz. 1ª Edición. Santiago: Ediciones del Litoral, 1964.
[2] “A semejanza de esos ágiles pasajeros que finalmente se resignan a perder el tren”. Pág. 21.
[3] “Los tres primeros pisos del edificio que lo absorbía con un dejo de hostilidad”. Pág. 21.
[4] -“¿Usted?...
En sueños, la identidad de la segunda persona no prueba que sea una tercera. Es menester interrogarla. También en la realidad cuando uno se despierta de una pesadilla…
-Yo…-y por un momento mintió al decirlo, para ganar tiempo.”
[5] “‘Lo sé, lo he visto todo claro anoche, donde esa amiga suya sin la cual usted no puede vivir…’”. Pág. 24.
[6] El hecho que el nombre del personaje femenino sea Norma nos deja claro de entrada ciertas consideraciones sobre su comportamiento ante la realidad.
[7] Yerko Moretic refuerza esta observación en el prólogo a la primera edición: “El final del cuento ofrece una apariencia desesperanzadaza, pero sería una ceguera tomarla al pie de la letra: a lo largo de toda la narración, en el acceso de violencia y hasta en el llanto postrero, afloran innumerables y poderosos gérmenes de afirmación vital, gérmenes que indican que no ha terminado la lucha por mantener la dignidad y alcanzar al fin la esquiva plenitud”.
[8] O como diría Rimbaud: “¡Ay, ascender nuevamente a la vida! Lanzar la mirada sobre nuestras deformidades”.
Rimbaud, Arthur. Una temporada en el infierno/ Iluminaciones. Trad. de Mauro Armiño. España: Editorial Espasa Calpe, 1998. Pág. 83.
[9] Latcham, Ricardo. “Enrique Lihn, ‘Agua de Arroz’”. La Nación 12 de julio de 1964. Pág. 5.
[10] Según Marechal “El ser disuelto en la pluralidad de lo real”.
1 comentario:
Tremendo ensayo para que te posteen ofertas como esa. Excelente material, y en hora buena porque estoy leyendo Agua de arroz.
Saludos
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